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falta de talento, tenía buena experiencia en tales misiones. Bouville había negociado en Nápoles,
según instrucciones de monseñor de Valois, el segundo matrimonio de Luis X con Clemencia de
Hungría; después de la muerte del Turbulento había sido curador del vientre de la reina; pero no le
gustaba hablar de ese periodo. Había realizado también varias misiones en Aviñón, cerca de la
Santa Sede; y su memoria era excelente en lo relativo a los lazos familiares, infinitamente
complicados, que formaban la red de alianzas de las casas reales. El buen Bouvílle se sentía muy
decepcionado por tener que regresar con las manos vacías.
-Monseñor de Valois -dijo- se va a encolerizar, puesto que ya ha solicitado dispensa a la
Santa Sede para este matrimonio...
-He hecho lo que he podido, Bouville -dijo la reina-, y con ello podéis juzgar la importancia
que me conceden... sin embargo, siento menos pesar que vos; no deseo que otra princesa de mi
familia sufra lo que yo sufro aquí.
-Señora -respondió Bouville bajando mas la voz-, ¿dudáis de vuestro hijo? Gracias a Dios,
parece haber salido mas a vos que a su padre. Os vuelvo a ver a su misma edad, en el jardín del
palacio de la Cité, o en Fontainebleau...
Le interrumpieron. Se abrió la puerta para dar paso al rey de Inglaterra. Entró apresurado, la
cabeza echada hacia atrás y acariciándose la rubia barba con gesto nervioso, lo cual en el era señal
de irritación. Le seguían sus consejeros habituales, es decir, los dos Despenser, padre e hijo; el
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Librodot
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Librodot Los Reyes Malditos V La loba de Francia Maurice Druon
canciller Baldock, el conde de Arundel y el obispo de Exeter. Los dos hermanastros del rey, condes
de Kent y de Norfolk, jóvenes por los que corría sangre francesa, ya que su madre era hermana de
Felipe el Hermoso, formaban parte de su séquito, pero a desgana. La misma impresión causaba
Enrique de Leicester, personaje bajo y cuadrado, de grandes ojos claros, apodado Cuello-Torcido a
causa de una deformación en la nuca y hombros que le obligaba a llevar la cabeza completamente
de través, y dificultaba enormemente la labor de los armeros encargados de forjar sus corazas.
Apretujándose en el derrame de la puerta se veían algunos eclesiásticos y dignatarios locales.
-¿Sabéis la noticia, señora? -exclamó el rey Eduardo dirigiéndose a la reina-. Seguro que os
va a alegrar. Vuestro Mortimer se ha escapado de la Torre.
Lady Despenser se sobresaltó ante el tablero del ajedrez y lanzó una exclamación indignada,
como si la fuga del varón de Wigmore fuera para ella un insulto personal.
La reina Isabel no cambió de actitud ni de expresión; solamente parpadeó un poco mas de
prisa de lo corriente, y su mano buscó furtivamente a lo largo de los pliegues de su vestido, la mano
de Lady Juana Mortimer, como para invitarla a mantenerse fuerte y en calma. El grueso Bouville se
había levantado y se mantenía aparte, considerándose ajeno a aquel asunto que concernía
únicamente a la corona inglesa.
-No es mi Mortimer, Sire -respondió la reina-. Lord Roger es súbdito vuestro, creo yo, antes
que mío, y no soy responsable de los actos de vuestros barones. Vos lo teníais en prisión, y el ha
procurado escapar; es lo corriente.
-¡Ah! Con esas palabras demostráis bien a las claras que aprobáis su proceder. ¡Dejad, pues,
manifestar vuestro júbilo, señora! Desde que ese Mortimer se dignó mostrarse en mi Corte no
tuvisteis ojos mas que para él. No cesasteis de alabar sus méritos, y todas las felonías que me hacía
las considerábais como prueba de su nobleza de alma.
-¿No fuisteis vos mismo, Sire esposo mío, quien me enseñasteis a quererlo cuando
conquistaba, en vuestro lugar y con peligro de su vida, el reino de Irlanda, que, al parecer, vos
tenéis tanta dificultad en mantener sin su ayuda? ¿Era eso felonía?
Desarmado Eduardo por este ataque, lanzó a su mujer una maligna mirada y no supo qué
responder.
-Sin ninguna duda, vuestro amigo corre ahora hacia vuestro país.
El rey, mientras hablaba, caminaba a lo largo de la pieza, para dar escape a su inútil
agitación. Las joyas que llevaba sujetas a su traje bailoteaban a cada uno de sus pasos; y los
asistentes movían la cabeza de izquierda a derecha, como en un partido de pelota, para seguir sus
desplazamientos. El rey Eduardo era ciertamente un hombre muy hermoso, musculoso, ágil,
flexible, cuyo cuerpo, habituado a los ejercicios y a los juegos, llevaba muy bien sus casi cuarenta
años: una constitución de atleta. Sin embargo, observándole con mas atención, sorprendía la falta
de arrugas en la frente, como si las preocupaciones del poder no le hubieran hecho mella; las bolsas
que comenzaban a formarse bajo sus ojos, el dibujo borroso de las fosas nasales, la forma alargada
de la barbilla bajo la barba rizada, barbilla no enérgica ni autoritaria, ni siquiera sensual, sino
simplemente demasiado grande y caída. Había veinte veces mas voluntad en la pequeña mandíbula
de la reina que en la ovoide del monarca, cuya debilidad ni la sedosa barba lograba encubrir. La
mano, fofa, que deslizaba por la cara, palmoteaba el aire sin motivo alguno y volvía a tirar de una
perla cosida en los bordados de la cota. Su voz, que creía imperiosa, solo daba la impresión de falta
de control. Su ancha espalda tenía desagradables ondulaciones desde la nuca hasta los riñones,
como si la espina dorsal careciera de consistencia. Eduardo no perdonaba a su mujer que le hubiera
aconsejado un día no mostrar la espalda a los barones si quería inspirarles respeto. Sus rodillas [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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falta de talento, tenía buena experiencia en tales misiones. Bouville había negociado en Nápoles,
según instrucciones de monseñor de Valois, el segundo matrimonio de Luis X con Clemencia de
Hungría; después de la muerte del Turbulento había sido curador del vientre de la reina; pero no le
gustaba hablar de ese periodo. Había realizado también varias misiones en Aviñón, cerca de la
Santa Sede; y su memoria era excelente en lo relativo a los lazos familiares, infinitamente
complicados, que formaban la red de alianzas de las casas reales. El buen Bouvílle se sentía muy
decepcionado por tener que regresar con las manos vacías.
-Monseñor de Valois -dijo- se va a encolerizar, puesto que ya ha solicitado dispensa a la
Santa Sede para este matrimonio...
-He hecho lo que he podido, Bouville -dijo la reina-, y con ello podéis juzgar la importancia
que me conceden... sin embargo, siento menos pesar que vos; no deseo que otra princesa de mi
familia sufra lo que yo sufro aquí.
-Señora -respondió Bouville bajando mas la voz-, ¿dudáis de vuestro hijo? Gracias a Dios,
parece haber salido mas a vos que a su padre. Os vuelvo a ver a su misma edad, en el jardín del
palacio de la Cité, o en Fontainebleau...
Le interrumpieron. Se abrió la puerta para dar paso al rey de Inglaterra. Entró apresurado, la
cabeza echada hacia atrás y acariciándose la rubia barba con gesto nervioso, lo cual en el era señal
de irritación. Le seguían sus consejeros habituales, es decir, los dos Despenser, padre e hijo; el
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canciller Baldock, el conde de Arundel y el obispo de Exeter. Los dos hermanastros del rey, condes
de Kent y de Norfolk, jóvenes por los que corría sangre francesa, ya que su madre era hermana de
Felipe el Hermoso, formaban parte de su séquito, pero a desgana. La misma impresión causaba
Enrique de Leicester, personaje bajo y cuadrado, de grandes ojos claros, apodado Cuello-Torcido a
causa de una deformación en la nuca y hombros que le obligaba a llevar la cabeza completamente
de través, y dificultaba enormemente la labor de los armeros encargados de forjar sus corazas.
Apretujándose en el derrame de la puerta se veían algunos eclesiásticos y dignatarios locales.
-¿Sabéis la noticia, señora? -exclamó el rey Eduardo dirigiéndose a la reina-. Seguro que os
va a alegrar. Vuestro Mortimer se ha escapado de la Torre.
Lady Despenser se sobresaltó ante el tablero del ajedrez y lanzó una exclamación indignada,
como si la fuga del varón de Wigmore fuera para ella un insulto personal.
La reina Isabel no cambió de actitud ni de expresión; solamente parpadeó un poco mas de
prisa de lo corriente, y su mano buscó furtivamente a lo largo de los pliegues de su vestido, la mano
de Lady Juana Mortimer, como para invitarla a mantenerse fuerte y en calma. El grueso Bouville se
había levantado y se mantenía aparte, considerándose ajeno a aquel asunto que concernía
únicamente a la corona inglesa.
-No es mi Mortimer, Sire -respondió la reina-. Lord Roger es súbdito vuestro, creo yo, antes
que mío, y no soy responsable de los actos de vuestros barones. Vos lo teníais en prisión, y el ha
procurado escapar; es lo corriente.
-¡Ah! Con esas palabras demostráis bien a las claras que aprobáis su proceder. ¡Dejad, pues,
manifestar vuestro júbilo, señora! Desde que ese Mortimer se dignó mostrarse en mi Corte no
tuvisteis ojos mas que para él. No cesasteis de alabar sus méritos, y todas las felonías que me hacía
las considerábais como prueba de su nobleza de alma.
-¿No fuisteis vos mismo, Sire esposo mío, quien me enseñasteis a quererlo cuando
conquistaba, en vuestro lugar y con peligro de su vida, el reino de Irlanda, que, al parecer, vos
tenéis tanta dificultad en mantener sin su ayuda? ¿Era eso felonía?
Desarmado Eduardo por este ataque, lanzó a su mujer una maligna mirada y no supo qué
responder.
-Sin ninguna duda, vuestro amigo corre ahora hacia vuestro país.
El rey, mientras hablaba, caminaba a lo largo de la pieza, para dar escape a su inútil
agitación. Las joyas que llevaba sujetas a su traje bailoteaban a cada uno de sus pasos; y los
asistentes movían la cabeza de izquierda a derecha, como en un partido de pelota, para seguir sus
desplazamientos. El rey Eduardo era ciertamente un hombre muy hermoso, musculoso, ágil,
flexible, cuyo cuerpo, habituado a los ejercicios y a los juegos, llevaba muy bien sus casi cuarenta
años: una constitución de atleta. Sin embargo, observándole con mas atención, sorprendía la falta
de arrugas en la frente, como si las preocupaciones del poder no le hubieran hecho mella; las bolsas
que comenzaban a formarse bajo sus ojos, el dibujo borroso de las fosas nasales, la forma alargada
de la barbilla bajo la barba rizada, barbilla no enérgica ni autoritaria, ni siquiera sensual, sino
simplemente demasiado grande y caída. Había veinte veces mas voluntad en la pequeña mandíbula
de la reina que en la ovoide del monarca, cuya debilidad ni la sedosa barba lograba encubrir. La
mano, fofa, que deslizaba por la cara, palmoteaba el aire sin motivo alguno y volvía a tirar de una
perla cosida en los bordados de la cota. Su voz, que creía imperiosa, solo daba la impresión de falta
de control. Su ancha espalda tenía desagradables ondulaciones desde la nuca hasta los riñones,
como si la espina dorsal careciera de consistencia. Eduardo no perdonaba a su mujer que le hubiera
aconsejado un día no mostrar la espalda a los barones si quería inspirarles respeto. Sus rodillas [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]